Energía, entre la apertura y la equidad
La reforma energética, tan llevada y traída, supone que tendrá como consecuencia una gran derrama económica para México, independientemente de la correcta explotación de los recursos petroleros. Desde el discurso gubernamental se argumenta que en las condiciones que se encuentra la industria petrolera mexicana no ha logrado generar la riqueza esperada para el país.
El petróleo de la federación es del dominio público, es un recurso natural no renovable y conforme a nuestras leyes, este recurso es propiedad de la Nación, no del Estado, y por ende corresponde a la nación decidir el futuro de dicha riqueza.
Si bien es cierto que Petróleos Mexicanos no es todo lo ‘productiva’ que se quisiera, no menos cierto es que ello deriva de que los ingresos petroleros se encauzan a la Hacienda pública, y ésta sólo devuelve a la paraestatal los gastos de operación y algunas otras ‘exiguas’ cantidades para el mantenimiento de la maquinaria petrolera.
Esto se traduce en una imposibilidad de invertir las importantes sumas de dinero que requiere esta industria, sobre todo porque todo el dinero recaudado se distribuye a lo largo y ancho del territorio nacional.
Es preocupante entonces cómo la propuesta de reforma energética plantea modificar los esquemas legales que regulan dicha riqueza, mediante ‘contratos de utilidad compartida’ y permisos del gobierno de la república ‘con Pemex y/o particulares, para la exploración y exportación’.
También es preocupante que no se vea que una empresa, propiedad de la Nación, no puede ser evaluada bajo los parámetros de empresa privada, cuyo único objetivo es su lucro y no el beneficio social.
Para nadie es noticia que alrededor de las industrias petrolera y eléctrica nacionales, giran miles de proveedores nacionales y extranjeros tanto de bienes como de servicios. Más aún, me atrevería a decir que el grueso de las adquisiciones públicas está en Pemex y en CFE.
Por tanto, en caso de que se apruebe la reforma como está planteada, los contratistas privados no podrían acceder a la explotación de los recursos petroleros y a la generación de producción de energía eléctrica bajo el supuesto de utilidades compartidas. Por esta razón, el Estado únicamente se limitaría a cobrar ‘las utilidades’ que deje esa supuesta participación de los privados.
El punto es que nos enfrentaremos a un serio y muy delicado problema: que las empresas constructoras y prestadores de servicio nacionales –muchas de las cuales subsisten por los contratos de las paraestatales– quedarán en su gran mayoría fuera de los campos de contratación, debido a que las empresas extranjeras tendrán la posibilidad de ocupar su tecnología y mano de obra casi por completo con este tipo de contratos.
Los miles de empleos prometidos para los mexicanos, por supuesto que no se generarán. Las obras y los servicios de las empresas mexicanas se verán relegados a posiciones insignificantes; los obreros quedarán al margen del crecimiento laboral; los ingresos de las empresas extranjeras beneficiadas con la reforma pagarán en todo caso sus impuestos en sus países de origen, derivado de los tratados de coordinación fiscal internacional, y las cantidades que se entreguen al Estado mexicano serán únicamente aquellas que resulten de los excedentes.
Toco este tema porque la industria de la construcción en México sufrirá un gravísimo golpe. Uno más, tendiente quizás inconscientemente a destruir la economía nacional.
Cuando el Tratado de Libre Comercio se firmó, se habló de la abundancia y la riqueza, de la eliminación de la pobreza, encontrándonos ahora con una nación polarizada. Algunos se beneficiaron, pero la mayoría de los mexicanos (53.3 millones, según el Inegi) se empobreció.
Hace muchos años leí el libro El secuestro de William Jenkins (1992) de Rafael Ruiz Harrell. En él se decía: “No es conveniente disparar más balas ni hacer más guerras a los mexicanos, al contrario, debemos de llevar a los hijos de los hombres en el gobierno a nuestras universidades, enseñarles la vida de nuestro país (Estados Unidos), educarlos en nuestras costumbres y así, al tiempo, ellos gobernarán y nos entregarán a México sin disparar una sola bala”. Al tiempo parece que el método ha funcionado.
Tenemos que luchar porque las industrias pública y privada se desarrollen; recibamos con inteligencia a todos aquellos que quieran invertir en nuestro país, siempre y cuando se fijen los límites jurídicos del respeto y la consideración de quienes vienen a obtener dinero con los bienes nacionales.
Y no hay que omitir que los conflictos y las diferencias entre los inversionistas del país deban de someterse a tribunales federales, no omitiendo el conocimiento y la trascendencia de las convenciones internacionales suscritas por México, como la aún vigente Convención de Panamá (1975), firmada en el seno de la OEA para regir el arbitraje comercial internacional entre sus países miembros.
Espero estar equivocado, nada me sería más reconfortante. México necesita de hombres de bien, honrados (que mucha falta hacen), y reestructurar a la sociedad devolviéndole los valores propios de una nación digna y pujante.
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Lic. Eulalio Hernández Ávalos
Fundador del despacho jurídico COMAD,
especializado en Derecho de la Construcción.
obras@expansion.com.mx