En una radiografía del mercado inmobiliario que realizamos recientemente, se confirma la sospecha: el ingreso promedio crece a ritmo de tortuga (1.3% real anual), mientras el valor del metro cuadrado en zonas urbanas se dispara por encima del 6%. Cada punto de esa brecha empuja a los hogares hacia “conchas” cada vez más pequeñas, más caras y, sobre todo, más lejanas del trabajo, la escuela y el transporte digno.
Como el cangrejo que se enfunda en un tapón plástico, las familias destinan ya 40% de sus ingresos al alquiler, muy por encima del umbral del 30% que organismos multilaterales consideran saludable. El costo no se mide solo en pesos: se traduce en horas extras de viaje, en la renuncia al ahorro y en la postergación de la salud preventiva. Es la factura invisible de un mercado que produce plusvalía para unos cuantos y déficit para la mayoría.
Frente a la escasez de vivienda formal y asequible, la creatividad se vuelve defensa: autoconstrucciones en laderas sin drenaje, cuartos de azotea divididos con tablaroca, familias que comparten estancias improvisadas con tal de conservar un código postal cercano a su trabajo. “Soluciones” comprensibles, sí, pero insostenibles y peligrosas; verdaderos refugios de plástico, donde debería haber conchas firmes.
¿Y qué hacer cuando el cascarón no alcanza? Lo primero es admitir que la política pública no puede seguir delegando la oferta al mercado puro: necesitamos suelo servido y urbanismo inclusivo, no solo créditos hipotecarios para quien ya califica. Luego, financiar con creatividad: micro-hipotecas, alquiler social indexado a ingresos y estímulos fiscales a desarrolladores que construyan por debajo del precio medio, no al triple. Y finalmente, cerrar la pinza con infraestructura: agua, transporte, conectividad digital, porque una casa sin servicios, es otro tapón disfrazado de concha.
La metáfora del cangrejo de plástico (que debo a la mirada aguda de Roberto), funciona como brújula ética: muestra hasta qué punto la naturaleza (y el mercado) castigan la escasez con sustitutos peligrosos. Si no intervenimos hoy, el derecho constitucional a la vivienda seguirá siendo un privilegio brillante en los discursos, tóxico en la vida diaria.